Carta de Iñaki Alegria
Había oído que Gambo desprendía ese característico hedor a vieja sábana impregnada de vómito agrio secado a la luz del sol. A otros les evoca el olor penetrante de los trapos viejos manchados de heces diarreicas hacinadas y bañadas por una mucosidad verde.
Lo que no me dijeron es que Gambo también es un intenso aroma a café recién molido que penetra en las fosas nasales y atraviesa los poros de la piel hasta conseguir eliminar los olores anteriores. Tampoco me hablaron del frío aire de la noche ni de que el humo del fuego de leña convierte un hogar en acogedor. En otras palabras, Gambo huele también a un refugio de esperanza.
He aprendido a no quedarme con los rumores ajenos, sino a indagar, a aguzar los cinco sentidos en las aguas de los ríos, en las orinas, las heces y los cafés porque eso es la vida: es alegría y tristeza, es vida y muerte. Eso es Gambo. Pero, sobre todo, es amor y esperanza; vida que brota entre las cenizas fértiles.
Había acabado cuatro años antes los estudios de Medicina en la Universidad de Barcelona y estaba cursando la especialización en Pediatría en el Hospital General de Granollers, cuando pisé por primera vez la tierra roja de Gambo; un instante que cambió por completo el rumbo de mi vida. Y lo que tenían que ser cuatro meses de prácticas en el Departamento de Pediatría se convirtieron en una mudanza desde Barcelona al pueblo etíope con el fin de conseguir lo que parecía imposible: evitar el cierre del Hospital de Gambo; único centro que ofrecía atención sanitaria a la humilde población rural del sur del país.
Empecé como voluntario trabajando en el departamento, pero, sin creerlo ni esperarlo, el pueblo me eligió director médico del hospital. Me emociono solo con leer las primeras palabras que encabezan el diario de mi vida en Etiopía, escritas hace ya más de siete años y que recuerdo con claridad como si fuese ayer:
Gambo tiene alma propia. Es una experiencia increíble en todos los sentidos y aspectos de la vida: médica, personal, humana y espiritual. Sobrecogedora. Deslumbrante. Alumbrante. Impactante. Inolvidable. Vinculante. Excepcional. Donde comparten cama la vida y la muerte.
En el Hospital Rural de Gambo estoy viviendo una emergencia continua. El miedo se ha convertido en pandemia, pues relega al olvido a enfermedades que son ahora más letales que nunca.
No estoy viviendo mi primer estado de alarma ni trabajo en un hospital de campaña. No es la primera vez que se me aparece la muerte ni que afronto un sistema sanitario colapsado. Aun así, no me acostumbro a ver morir a las personas como tampoco quiero habituarme a la injusticia. No deseo ser cómplice de ello. No me voy a callar.
Trabajo en un hospital que se reinventa a diario. Hace apenas un par de meses una epidemia de sarampión, con más de cien ingresos diarios, nos obligó a triplicar la capacidad de trabajo. Cada año nos azotan epidemias de bronquiolitis y neumonías durante la época de lluvias y en la estación seca hacemos frente a las más mortíferas, como el sarampión y la desnutrición, que se ceban con la infancia más vulnerable.
Estoy en primera línea, en el Hospital Rural de Gambo, que ahora combate la pandemia de coronavirus entre epidemias de sarampión, meningitis, cólera, tuberculosis y hambrunas… Y que debe lidiar con el silencio que rodea al Cuerno de África, sobre todo al sur de Etiopía, cuya evidencia más clara es la indiferencia humana.
Trabajo por encima de mis posibilidades; no desde hace un día ni una semana ni un mes ni un año, sino desde siempre. Esto lo convierte en una normalidad que lo silencia todo, porque cuando la emergencia es continua, deja de ser noticia. Multiplicamos las camas, no por arte de magia, sino a través del esfuerzo y el sacrificio.
La normalidad es que no hay normalidad. Cada día es diferente, una sorpresa. Atendemos más de trescientas urgencias de sol a sol, hasta que el cielo se derrumba. Y aun sin luz, la actividad sigue.
Y cuando acaba la jornada, me dejo caer en el viejo lecho. Mis músculos no pueden más, pero mi cerebro tiene problemas para desconectar. Entonces empieza el diálogo interior:
—Me preocupan Ruziya Meseret, Mulu… ¿Vomitará, comerá? Ya no es un niño que muere de hambre en el mundo cada segundo; ahora tiene nombre propio. Eso no cambia el mundo, pero sí me cambia a mí.
—Cierra los ojos —me ordeno.
—No puedo cerrar los ojos —responde mi otro yo—. No puedo permanecer indiferente. No puedo y tampoco quiero.
La impotencia de morir de sarampión en tiempos de coronavirus. Lo injusto que es que fallezca un niño que no debería morir a causa de una enfermedad evitable, prevenible y tratable como una neumonía. Estos son algunos de los pensamientos que me impiden descansar, los mismos que me aportan una fortaleza que desconocía. He aprendido que el cuerpo humano es capaz de trabajar hasta la extenuación cuando tiene un motivo, cuando tiene un porqué. El compromiso de combatir toda esta injustica social con trabajo, sacrificio y esfuerzo. «Dar la vida es la única manera de encontrarla», me digo. Estoy convencido de ello.
En los meses más fríos y lluviosos del año tratamos bronquitis y bronquiolitis, lo que me obliga a hacer malabarismos con la oxigenoterapia. De este modo, le retiramos el oxígeno al niño que empieza a recuperarse para ponérselo al más grave que acaba de llegar en ese momento. En ocasiones me veo obligado a priorizar. Es uno de los peores sentimientos. Me gustaría poder multiplicar también los cilindros de oxígeno. Estamos en medio de un hospital colapsado. Los profesionales sanitarios nos dejamos la piel al 300 %. Pese a ello, unos pacientes sobreviven y otros pierden la vida a causa de enfermedades que se podrían evitar. Mueren cuando no deberían hacerlo. Mueren por injusticia social. O lo que es lo mismo: son asesinados por el silencio.
Ahora se añade la pandemia por el coronavirus. Nuestro reto: que el miedo no tire por la borda todo lo que hemos conseguido. Hace años luchamos por sacar a flote el hospital. Hoy hemos de evitar que colapse este frágil sistema sanitario.
Trabajo en el Hospital de Gambo para que el lugar de nacimiento no te condene a morir, ni siquiera a sobrevivir, sino a vivir. Un hospital que salva vidas cada día y, además, enseña a salvarlas, que lidia contra la adversidad.
Me encuentro en Gambo, a más de doscientos kilómetros al sur de la capital de Etiopía, Adís Abeba, sobre una tierra roijza que se eleva más de dos mil doscientos metros sobre el nivel del mar. He dejado atrás el asfalto, los edificios que desafían la gravedad y parecen tocar el cielo y las aglomeraciones de coches para adentrarme en una zona rural. El aire limpio me oxigena el alma. No hay ninguna carretera asfaltada cerca, razón por la cual acceden pocos vehículos. He sustituido el sonido del claxon de la capital por el canto de los pájaros, cuyos plumajes presentan colores espectaculares. La contaminación y polvo por aire limpio. Las construcciones que se esfuerzan por acariciar el cielo por viviendas que a duras penas se levantan dos metros del suelo; el cemento por el adobe y la paja que brota de las tierras áridas, desérticas y polvorientas del valle del Rift. Aun así, el aroma a café impregna el ambiente.
El hospital de Gambo se encuentra ubicado en una zona rural alejado de cualquier núcleo urbano y atiende a una población con escasos recursos económicos para la que el centro es el único servicio sanitario a su alcance. Antaño fue fundado como leprosería. Y es que Etiopía es el país africano con más personas afectadas por esta enfermedad.
Estos son los datos del hospital de Gambo en el último año: se han atendido más de nueve mil trescientas urgencias pediátricas; ha habido más de tres mil seiscientos ingresos y altas en pediatría —la gran mayoría, por neumonía, bronquitis, deshidratación, tuberculosis, sarampión y meningitis—; más de diez mil mujeres embarazadas han acudido al programa de seguimiento del embarazo y, gracias a ello, han sido tratadas de VIH, sífilis, desnutrición aguda y otras complicaciones propias del embarazo; más de mil cien mujeres han dado a luz con la ayuda de matronas bien formadas. Por si este esfuerzo no fuera suficiente, en la unidad neonatal de cuidados intensivos, la única en la región, se han recuperado más de cuatrocientos recién nacidos; gran parte de ellos habían ingresado por prematuridad, asfixia neonatal, sepsis y problemas respiratorios.
Entre las señas de identidad destacan la profesionalidad y la excelencia. Tanto en Etiopía como en España, la intención, el querer ayudar y la buena voluntad no son suficientes. Exigimos profesionalidad y conocimientos; los etíopes se merecen lo mejor. Etiopía no puede convertirse en el vertedero del exceso europeo. Tampoco es el túnel de lavado de la conciencia del continente. Apuesto por la excelencia. Un niño africano no es menos que un niño europeo. Así que lo que exigimos en Occidente debemos exigirlo también en África. Etiopía no es un conejillo de Indias para investigar o poner en práctica nuestras habilidades o inquietudes. No es un laboratorio en el que el blanco puede investigar con negros, ni un lugar donde la conciencia blanca se lave a costa de los negros. No quiero hacer en Etiopía lo que no haría en España.
El milagro solo es posible gracias al trabajo de cada uno. La suma de cocineras, limpiadoras, enfermeras, auxiliares, nutricionistas, comadronas, técnicos de mantenimiento, médicos, jardineros, misioneros… Gambo es el hospital de las trescientas manos. El centro ofrece empleo y formación a las personas de esta localidad rural. Y es que con esfuerzo, sacrificio y entrega se pueden mejorar la salud, la educación y las condiciones de vida de una población mediante un desarrollo integral.
Los profesionales del centro son los héroes y las heroínas de verdad. Sin ellos Gambo no existiría si cada uno de ellos no estuviera al pie del cañón día tras día. Por este motivo, este libro es también un homenaje a ellos.
La alegría es un mérito de todos, empezando por la limpiadora, que ha tenido la sala limpia, ha cambiado las sábanas mojadas por las heces y ha mantenido la higiene de pequeños como Mekonen; la cocinera, que ha elaborado la injera que ha servido de alimento a la madre y le ha permitido estar en todo momento junto a Mekonen, compartiendo el calor de sus manos; el equipo de enfermería, que lo ha atendido.
Es un equipo, una red, un trabajo compartido, un éxito de todos. Esto es Gambo, un equipo maravilloso de personas, un engranaje que permite que el hospital funcione combatiendo la enfermedad, construyendo esperanza y alegría, alimentando vidas y acompañando a pacientes y enfermos con amor. Entre todos componen una sinfonía que mueve la alegría, que es capaz de convertir la tristeza en dicha, en fuente de vida, en salud. Las almas anónimas de Gambo, las heroínas y los héroes de Gambo.
No puedo describir un día normal cuando la normalidad no existe. Cada día es distinto: cesáreas, partos, bebés prematuros. Nunca sabes lo que te va a deparar el día. Tienes que estar preparado para todo; también para lo peor. Cada día es una sorpresa, no sabemos lo que nos espera la jornada. Una emergencia, un niño muy grave con meningitis o desnutrición severa.
Cada día acuden al hospital más de trescientas personas; la gran mayoría, niños menores de cinco años. De estas, más de cuarenta ingresan cada día en el hospital para tratarse su enfermedad. En pediatría las principales causas son desnutrición aguda y severa, deshidratación aguda, bronquitis y neumonía. En el hospital más de doscientas personas enfermas pasan aquí la noche recibiendo la atención sanitaria continuada que precisan. Y para mantener esta asistencia, estamos utilizando el corazón y multiplicando las manos.
He empezado con un proverbio africano y acabo con otro: «Cuando las telas de araña se juntan, pueden atrapar un león».
Llegué queriendo salvar el hospital de Gambo. Con esfuerzo, trabajo y compromiso, lo conseguimos. La suma de manos, pequeños granos de arena y vidas de entrega, hizo posible lo que parecía imposible. Sin embargo, lo más peligroso es creerme que soy necesario, que soy imprescindible. Ellos son los auténticos héroes. Y a ellos les entrego la vida.
La felicidad solo es real cuando se comparte. Gambo es un lugar único en el mundo: a Gambo le entrego la vida, la alegría.
La cooperación como hoy la entendemos debe desaparecer y sustituirse por amor. Entregar la vida como uno más, poner fin al colonialismo, al paternalismo, a la cooperación vertical; comenzar una nueva vida apostando por la colaboración horizontal.
Por un mundo de igual a igual, de tú a tú.
—Si busco el bien de los demás, nunca me equivocaré.
—Hay que hacer algo más importante que pensar en nosotros mismos.
—Nada hay imposible para el que busca el bien del prójimo.
—La felicidad solo es real cuando se comparte. La mayor felicidad es la del prójimo.
—Lo que damos es lo que tenemos y lo que somos. Tenemos lo que damos. Somos lo que damos, no lo que tenemos.
—Los niños no pueden esperar. Somos muy pobres si no tenemos tiempo que dar.
—Nos equivocamos en amar el dinero y no a las personas.
—La asignatura que falta en los colegios del primer mundo es compartir. Nunca nos enseñan a ayudar a estudiar, a ayudar a entender o a ayudar a aprobar.
—La educación es encender el fuego que todos llevamos dentro.
Soñar es el principio de una idea hecha realidad. Sigo mis sueños. Sigo mi corazón. Trabajo con pasión, con entusiasmo. Así empieza el camino, con este primer paso.
Iñaki Alegría
PD
—¡Desta! ደስታ —gritaron. ደስታ en escritura amárica significa ’desta’ y en nuestra lengua, ‘alegría’—.¡Desta! ደስታ —insistieron.
Me giré. Pude sentir el caluroso abrazo de mi equipo, nuestro equipo, el del pueblo de Gambo. Levanté la mano con el corazón y vi que eran las mías. De sus lágrimas nacían las mías, de su sonrisa la mía. Entonces lo entendí todo. Soy porque somos. Soy persona a través de los demás. Ubuntu.