La MGF no es solo una tradición dañina: es una violación de los derechos humanos, una forma de violencia de género que sigue silenciando y destruyendo vidas. Es una herida que se transmite de generación en generación y, para mí, significó perder a la persona que me dio la vida.
A los tres años, en una aldea desconocida de Etiopía, escapé sin saberlo de este destino. Me separaron de mi familia biológica y me llevaron lejos, huyendo sin saberlo de un ritual que podría haber cambiado —o terminado— mi vida para siempre. Aunque me libré, las cicatrices de la MGF aún me persiguen a través de las historias de innumerables mujeres y niñas que no tuvieron la misma suerte.
Hoy, alzo la voz por ellas. Por las niñas forzadas al silencio. Por las mujeres que sobrevivieron pero aún cargan con el dolor. Por las madres, como la mía, que perdieron la vida.
Estoy profundamente agradecida a personas como Iñaki Alegría y organizaciones como Save a Girl, Save a Generation, que luchan incansablemente para poner fin a esta práctica. Su trabajo está salvando vidas, creando conciencia y dando esperanza a innumerables niñas que merecen un futuro libre de daño.
Poner fin a la MGF no se trata solo de leyes: se trata de educación, concienciación y de romper ciclos de daño disfrazados de tradición. Ninguna niña debería tener que soportar esto. Ninguna vida debería perderse por ello.
Seamos la generación que diga basta.
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